Cuando era niña pensaba que ser Extremeña era engalanarse
con el traje e ir a la Ermita de Belén para bailar nuestros bailes regionales
con motivo del día de Extremadura en la Escuela, cuando crecí supe que era
mucho más.
Quienes tuvimos la suerte de crecer y aprender a amar
nuestra tierra, nos duele.
Lo que más me duele es el persistente complejo de
inferioridad que los Extremeños y Extremeñas seguimos teniendo a pesar el paso
del tiempo y los logros conseguidos, aunque aún quedan muchos por conseguir.
Seguimos pensando que somos menos que los de fuera, y nos olvidamos
del carácter fuerte, persistente y tenaz de los hijos e hijas de una tierra
vasta y dura, que supieron luchar contra viento y tempestad. Como las vides casi inertes que se ensortijan en invierno para brotar en primavera y regalarnos la vida en verano.
El sentir extremeño se arraiga a nuestra alma cuando nos agachamos
para coger un puñado de nuestra tierra arcillosa y, a la vez que cae por los
dedos, miramos al frente y con la cabeza alta sabemos que todo lo que vemos
tiene un pasado, un presente y, lo mejor, queremos que tenga un futuro.
Un futuro que está a nuestro alcance, sólo debemos respirar
y mirar para saber que conseguiremos todo lo que nos propongamos, porque ni
somos más ni menos que los demás, sólo tenemos que creerlo y soñar, porque los
sueños están para perseguirlos.
Una vez alguien me dijo que lo fácil era marcharse de aquí y
querer a la tierra desde la distancia, pero eso no es valiente, eso es una
huída, y somos muchos los que no queremos huir.
Nuestra ilusión es sentir a Extremadura desde dentro, y
ayudarla a levantarse y crecer, tenemos todas las posibilidades a nuestro
alcance, por eso, apostar por Extremadura, sentir con ella, y crecer con ella
es de los mayores sueños que el hijo de la encina y de la vid puede tener.